Por María Saenz Quesada
Ha comenzado el tercer siglo de vida independiente y
los argentinos, a pesar de encontrarnos hondamente divididos en cuanto a
simpatías políticas e ideologías, todavía hoy, cuando se cumplen 163
años de su muerte, reconocemos en José de San Martín al padre de la
patria. Mientras la estatua de Cristóbal Colón yace en tierra a la
espera de ser trasladada a un sitio menos visible, mientras en distintos
municipios del país surgen reclamos de cambiar nombres de calles y
escuelas, los sitios que llevan el nombre del Libertador se mantienen
inmutables, como las cumbres rocosas que atravesó con el Ejército de los
Andes.
¿Cuál es el secreto de la perduración de la buena
memoria del jefe militar que hacia 1900 se impuso en el imaginario de
sus compatriotas por encima de otras figuras centrales y de otras
posibles interpretaciones?
El culto sanmartiniano, que ha cumplido un siglo largo
de vigencia, fue el resultado de una eficaz acción de la historiografía y
de la escuela, imaginada por la clase política de la época con el
propósito de argentinizar al inmigrante y evitar que un país escasamente
poblado, habitado por gente de origen étnico y de culturas diferentes,
se convirtiera en tierra de nadie. Esta preocupación aparece en forma
obsesiva en los documentos privados y públicos de la época anterior al
Centenario de Mayo. "¿En qué país vivimos? ¿Qué lengua, qué costumbres,
qué tipos predominan aquí?", es la pregunta que se reitera. La respuesta
fue la creación de una galería de héroes de la que formaban parte San
Martín y Belgrano, Rivadavia y Lavalle, y de la que fueron excluidos
Rosas, Artigas y la mayoría de los caudillos provincianos. Sólo los dos
primeros próceres de este panteón han logrado sortear con éxito el
conflictivo siglo XX argentino, en el que tantos consensos básicos se
rompieron.
Sobre el rápido éxito de la educación patriótica vale
el testimonio del geógrafo francés Pierre Denis (1912): "Tal vez no
exista ningún país donde la prensa, la universidad, la escuela, trabajen
tan de acuerdo para preservar el recuerdo de las glorias nacionales.
Esta propaganda ha dado sus frutos. No se encontrará ningún muchacho o
niña que no recuerde el nombre de San Martín". Denis observó que el
patriotismo argentino era resultado de los notables progresos de la
República y del crecimiento de la riqueza, y que las pasiones políticas
de la generación de la organización nacional perduraban todavía,
agitadas por algunos tradicionalistas que creían poder encontrar en las
grandes doctrinas empalidecidas del Federalismo y del Unitarismo un
programa para los partidos contemporáneos. En la crisis de 1930, esas
pasiones revivieron y no sólo los distintos revisionismos, sino también
la investigación histórica rigurosa bajaron de su pedestal a unos
próceres y a otros les dieron dimensión humana. Entre tanto cada
provincia elaboró su memoria y se aplicó a vincularla con la
construcción de la nación, eludiendo al centralismo porteño.
Que en medio de esta tarea haya sobrevivido la figura
del general San Martín, como la más representativa de la identidad
argentina, se debe tanto a la solidez de los datos históricos de su
biografía como a ciertos rasgos de su trayectoria que lo colocaron por
encima de las luchas facciosas del pasado (y a salvo de las del
presente). Ante todo, su decidida negativa a intervenir en los
enfrentamientos de la época, salvo en lo que fuera indispensable para
cumplir el objetivo de llevar adelante la campaña de los Andes. Entonces
sí fue implacable en la definición de metas y en implementar los
recursos para alcanzarlas. Pero después, cuando las Provincias Unidas se
sumieron en el caos, San Martín permaneció deliberadamente ajeno al
conflicto y como jefe militar independiente, elegido por sus pares,
zarpó al mando de la expedición libertadora al Perú. Volvió a negarse a
intervenir en la lucha en 1829, en su frustrado regreso al Río de la
Plata, cuando advirtió que los oficiales veteranos de las campañas de la
independencia eran utilizados por las banderías políticas con
resultados negativos.
Esta gran figura de la emancipación fue felizmente
retratada en la obra de Bartolomé Mitre, que destacó su visión política y
sus ideas liberales; también en otros trabajos que señalan su
inclinación por las monarquías constitucionales y la búsqueda del apoyo
británico para llevar adelante su gesta. Todo esto no constituye un
obstáculo para que el Libertador tenga un lugar central en la
historiografía revisionista, gracias a su firme condena a la
intervención anglo-francesa de 1845 y al sable donado a Juan Manuel de
Rosas. De allí pasó a formar parte de lo que Diana Quatrocchi denomina
"la tríada mítica": San Martín-Rosas-Perón, que lejos de desdibujarse
con el tiempo reaparece cada tanto en la propaganda electoral.
No obstante, San Martín es patrimonio de todos, y como
su familia se extinguió con las dos nietas Balcarce, fallecidas en
Francia, no tiene descendientes directos que puedan comprometer el
nombre heredado o banalizarlo. Esto conviene al culto sanmartiniano. Y,
por añadidura, hay ciertos supuestos aspectos de su biografía gratos a
la sensibilidad actual. Tal la hipótesis de que su nacimiento fuera
ilegítimo y la madre, una indígena guaraní, o las presuntas desdichas
matrimoniales que sirven para saciar curiosidades y no requieren pruebas
documentales rigurosas, pero de ningún modo afectan la historia grande
ni la vigencia del prócer en el imaginario popular como hilo conductor
de la identidad de los argentinos.
Me alegra comprobar que en medio de las tormentas del
presente y de las incertidumbres del futuro, este gran americano,
nuestro compatriota, permanece firme en la memoria nacional, en un nuevo
acto de servicio de los muchos que le debemos.
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar/1611514-san-martin-en-la-identidad-de-los-argentinos
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