sábado, 26 de octubre de 2013

La noche en que quisieron matar a Sarmiento

 Por Francisco N. Juárez Para LA NACION

Fue el 23 de agosto de 1873, en Maipú y Corrientes angosta
El presidente, cansado de las advertencias sobre amenazas contra su vida, se trasladaba sin custodias. Domingo Faustino Sarmiento sostenía que "contra un asesino alevoso no hay preocupación que valga", convencido de que "cuanto más se guardó Lincoln fue cuando lo asesinaron" (trágica noche en el teatro Ford, de Washington, del 14 de abril de 1865, cuando John Wilkes Booth le disparó a la cabeza).
En esta otra noche sabatina y porteña del 23 de agosto de 1873, Sarmiento, sin precaución alguna, treparía solitario a la carroza parisiense estacionada frente a su casa de Maipú entre Temple (Viamonte) y Tucumán. En el corto trayecto hasta lo de Dalmacio Vélez Sársfield serían el cochero y él, además del par de matungos que resoplaban bolsones de niebla: ese frío 23 de agosto de 1873 congelaba el aliento. Se abrigó, olvidado del Tedéum del último 25 de Mayo: la información hablaba del crimen en la Catedral junto al gobernador Mariano Acosta. Eligió resignarse, hacía dos meses, al recibir una carta del gobernador Iriondo, de Santa Fe. "Usted sabe que no me asusto fácilmente pero (É) esta vez tengo miedo; el hombre que Ud. sabe ha vuelto -advirtió- y dice que aquellos otros opinan que es más fácil matarlo a Ud. que vencer a las armas nacionales (que aplastarían en diciembre el alzamiento jordanista); tome pues sus medidas -continuó el mandatario- porque creo que lo van a mandar asesinar. No puedo nombrar al individuo (É) porque nos privaríamos de un poderoso y discreto auxiliar". 


 

Los trabucos listos

Muy cerca, en la misma calle Maipú, había terminado la reunión en la que El Austríaco entregó las armas a los tres italianos: trabucos naranjeros de bronce boca ancha comprados cerca de la central de policía. Uno bien cargado de pólvora y varios puñales.
Los italianos eran ociosos marineros mientras las embarcaciones -en su caso La Paulita- estaban surtas en el Riachuelo. Habían sellado el primer compromiso con un adelanto de 200 pesos entregado por El Austríaco en una fonda de La Boca. Algunos encuentros siguieron en la fonda Génova de Paseo de Julio (hoy Alem) entre Cangallo (hoy Perón) y Cuyo (hoy Sarmiento) con pagos de 200 o 300 pesos a cada uno a cuenta de la cifra mayor. Después del atentado, en una casa de la calle Callao cobrarían los 10.000 patacones o pesos fuertes, inmediatamente después de consumado el crimen. La señal para atacar la carroza que partía hacia la calle Corrientes sería un silbido de El Austríaco. A esa hora, los matutinos tenían sus materiales cerrados y empezaban a componer el trabajoso armado de las últimas páginas. Pasada la media noche comenzaba la impresión y las cenas bien regadas para los periodistas que debatían los temas políticos. Era época propicia y a la vez complicada para la discusión, tiempo de elecciones.
Los conjurados eligieron seudónimos e historias de fantasía para el caso de apresamiento. Revisaron la esquina del almacén La Corona donde el carruaje doblaría desde Maipú por Corrientes, aminoraría la marcha y ellos tendrían tiempo de apuntar. La entonces silenciosa Buenos Aires permitió que los hermanos Francisco y Pedro Guerri -los dos principales ejecutores contratados- pudieran aguardar el silbido en el café La Violeta, a unos pasos por Corrientes. El tercer italiano, distinguible por su nariz quebrada y que eligió llamarse Aníbal -en verdad era Luis Casimir-, hacía de campana. Ensayaron los argumentos de confusión para el caso de ser apresados; revisaron el plan que al parecer les requería matar primero a los caballos. Desconocían ser sospechosos para los husmeadores policiales (y lo eran desde hacía varios días atrás). La policía manejaba también rumores de una sociedad secreta en La Boca (la esposa de un conjurado lo denunció a Sarmiento). Desconocían que el oficial Floro Latorre -que llegaría a coronel- vigilaba la esquina elegida, pero dejó allí a un vigilante y se refugió en un bar. Finalmente la carroza arrancó y El Austríaco emitió su prolongado silbido: los Guerri fueron apresuradamente a su puesto a juntarse con Aníbal.
Francisco Guerri -que tenía 22 años- sostuvo el trabuco con la izquierda para firmeza del disparo con la derecha que provocó una gran explosión. El trabuco estaba cargado en exceso, reventó y le destrozó la mano. Otros disparos dieron en una pared, pero todo se frustró, los caballos se encabritaron y Sarmiento -que ya oía muy poco- casi no se dio cuenta del atentado. Aníbal corrió y desapareció, Pedro ayudó a su hermano y corrieron a esconderse a una casa (otras versiones dicen que fue hasta La Violeta). Detrás de ellos apareció Floro Latorre revólver en mano y detuvo a los Guerri (Pedro a las oficinas de la policía y Francisco, apresado, pero al hospital). 




 Paren las planas

Los periodistas interrumpieron sus cenas y el centro de la ciudad se convulsionó. Todos los diarios, más que la crónica de los sucesos prefirieron investigar y analizar el interés por ese crimen, de lo que se ocuparían en las ediciones del lunes o martes. La Prensa tomó una difícil decisión: tiró a la basura más de dos mil ejemplares ya impresos a medianoche y compuso una nota que tituló "Ultima hora", que tuvo el premio de la primicia bajo el precio de algunos datos errados. El más grave sostenía que los disparos habían dado en la carroza, en realidad intacta, y que Sarmiento iba camino de su casa. Aseguró que los criminales eran italianos, pero desconocían sus nombres. Señalaba que al herido "consideran cortarle el brazo y moriría", y que tiraron con pistolas de sistema "lafouchex".
El jefe de Policía, O´Gorman, felicitó a Latorre y corrió a ver a Sarmiento. Encargó el grueso de la investigación al comisario de órdenes Avelín Anzó que se puso a la caza de los instigadores. LA NACION del martes 26 de agosto dijo en tapa que la Providencia había "evitado un enorme crimen" y tildó al presidente como el "más libre que pueda darse". Sugirió para quienes querían explicarse este crimen por el proyecto del gobierno contra López Jordán, que "desde mucho tiempo antes se venía poniendo en ejecución este inicuo atentado".
El comisario Anzó, con los datos de los italianos antes del atentado, mandó a los oficiales Williams y Picavean por los muelles a dar con Aníbal. Lo encontraron el 4 de septiembre con gorro de marinero y lo interrogaron (el herido Francisco Guerri fue el primero en confesar) hasta identificarlo. El juez Bunge remitió al gran químico Miguel Pugari las armas: detectó bicloruro de mercurio en las balas y un veneno también mortal en los puñales. En sus obras completas (XLIX, 69), Sarmiento aseguró que el juez le relató el informe del químico Pugari. Sostenía que quienes manosearon las balas con sólo tocarse el lagrimal tendrían una muerte inmediata. Pero para Sarmiento y su carroza siguieron los problemas, aunque menos dramáticos (recibió silbidos por dejarla mal estacionada al ir al teatro y el 15 de diciembre del mismo año 1873 chocó con un tranvía tirado por caballos: lo abuchearon porque mandó preso al cochero). 

Disparos finales

El comisario Anzó se puso tras El Austríaco, que resultó un milanés de 38 años llamado Aquiles Segabrugo, un rubio de ojos pardos. Detectó su domicilio en Rioja y Belgrano, pero llegó tarde: ese viernes 26 de septiembre se había escapado a Montevideo (paraba en el hotel El Vapor). Anzó -según una evocación reconstruida por el periodista Rafael Barreda en 1905- mandó al comisario Miguens, que se instaló el 27 en el hotel. Pero Aquiles había salido. A la noche vocearon los diarios con el asesinato de Segabrugo, de tres balazos descargados por el doctor jordanista Carlos Querencio. Miguens revisó el cuarto del asesinado, sacó sus maletas por creerlas con pruebas del instigador principal y al día siguiente viajó con esas valijas en el camarote a Buenos Aires. Leyó importantes documentos, pero a media noche la nave fue abordada por la tripulación de El Porteño, de los revolucionarios entrerrianos, comandada por el coronel Vergara. Transbordaron las valijas y a Miguens, y le dieron a elegir: juramento de callar para siempre lo leído o ser fusilado (mutis de por vida). Sarmiento estaba en la quinta del Delta del Carpachay cuando entre el 11 y 12 de diciembre cayó definitivamente derrotado López Jordán. Regresó el 13 y decretó la captura del caudillo. El 11 de septiembre de 1888 murió Sarmiento en Asunción. Al año siguiente, cerca del atentado de 1873, López Jordán fue asesinado de dos balazos en plena calle Esmeralda, el 23 de junio de 1889. 

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